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    lleva en un hotel.
    Con esto no pretendo condenar a esos alojamientos, privados o municipales, que hacen de hogares de los
    trabajadores. Nada m�s lejos de la intención de mis palabras. Han sido el remedio de muchas atrocidades, si
    pasamos por alto la irresponsabilidad de las peque�as casas de reposo, y proporcionan a los trabajadores
    por su dinero m�s de lo que hab�an recibido nunca; pero eso no las hace habitables ni limpias, como debiera
    ser el lugar de descanso del hombre que trabaja todo el d�a.
    Las peque�as casas de reposo privadas son, por regla general, un horror que no admite adjetivación. Lo
    s� porque he dormido en alguna; pero perm�tanme hablarles de las m�s grandes y mejores. Cerca de Midd-
    lesex Street, en Whitechapel, entr� en una de ellas, lugar habitado en su mayor�a por trabajadores. Unos
    escalones descendentes preced�an la entrada, desde la acera de la calle hasta el sótano del edificio. Despu�s,
    dos oscuras habitaciones, en las que los hombres cocinaban y com�an. Intent� hacer lo mismo que ellos
    pero los olores me robaron el apetito; as� que me conform� con contemplar a los otros hombres mientras
    continuaban cocinando y comiendo.
    Un obrero, que acababa de regresar de su trabajo, se sentó frente a m� en aquella basta mesa de madera y
    se puso a cenar. Un pu�ado de sal sobre la repugnante mesa era como su mantequilla. En �l untaba su pan y
    acompa�aba sus bocados con sorbos de t�. Un trozo de pescado completaba el men�. Com�a en silencio,
    mirando �nicamente su plato. Aqu� y all�, en todas las mesas, otros hombres tambi�n com�an, en silencio.
    No se o�a ni un peque�o murmullo de conversación. Un sentimiento de abatimiento general invad�a la es-
    tancia sombr�a. Muchos permanec�an absortos ante los restos de su cena, y me pregunt�, como lo hiciera
    Childe Roland, qu� mal habr�an hecho para merecer aquel cruel castigo.
    Hab�a algo m�s de animación en la cocina, as� que me aventur� hacia all�. Pero el f�tido olor era ahora
    a�n m�s fuerte y las n�useas me obligaron a ir en busca del aire fresco de la calle.
    A mi regreso, pagu� cinco peniques por un �camarote�, a cambio me entregaron una descomunal pieza
    de latón como comprobante, y me dirig� escaleras arriba al espacio destinado para los fumadores. All�, un
    par de mesas de billar y varios tableros de damas serv�an de entretenimiento de trabajadores m�s jóvenes,
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    algunos esperaban su turno para jugar, mientras otros, sentados alrededor, fumaban, le�an y remendaban sus
    ropas. Los jóvenes parec�an bulliciosos y alegres, los viejos melancólicos y tristes. Era como si los hombres
    se dividieran en dos clases, los m�s animados y los que parec�an tristemente embriagados; la edad determi-
    naba esa clasificación.
    Esta habitación, como las del sótano, tampoco resultaba en absoluto acogedora como deber�a ser un
    hogar. No hab�a nada, ni para usted ni para m�, que convocara a la memoria a recordar algo de lo que noso-
    tros entendemos por hogare�o. Las paredes estaban repletas de insultantes y descabellados avisos que esta-
    blec�an las normas para los hu�spedes, a las diez en punto las luces se apagaban y no pod�a quedar nadie en
    pie. Hab�a que bajar de nuevo al sótano, entregar el comprobante de latón a un fornido guardi�n para iniciar
    la escalada por un inacabable tramo de escaleras que nos hab�a de conducir a la cumbre. Llegu� hasta lo
    m�s alto del edificio para tener que bajar de nuevo, porque todas las plantas estaban atestadas de hombres
    que ya dorm�an. Los �camarotes� eran los sitios mejor acomodados, cada uno contaba con una peque�a
    cama y el espacio necesario para desvestirse. La ropa de cama estaba bastante limpia y la verdad es que no
    pod�a quejarme. Pero la intimidad estaba ausente, no se pod�a estar solo.
    Para hacerse una idea de lo que es una planta llena de �camarotes�, sólo tienen que imaginar un envase
    de cartón de huevos en el que cada recept�culo tiene siete pies de altura y las correspondientes proporcio-
    nes adecuadas, coloquen esa ampliación en el suelo de una gran estancia, parecida a un granero, y ya lo
    tienen. Las diferentes celdas no est�n techadas, las paredes son tan delgadas que los ronquidos y cualquier
    movimiento llegan claramente a tus o�dos. El camarote sólo te pertenece durante unas horas. Por la ma�ana
    te echan. No puedes dejar all� tus pertenencias, ni entrar y salir cuando quieras, o cerrar la puerta tras de ti,
    ni nada que se le parezca. De hecho, no hay ni puerta, sólo un umbral de entrada. Si quieres ser hu�sped de
    este hotel de los pobres, debes acatar las condiciones y las normas carcelarias que te recuerdan a cada ins-
    tante que no eres nadie y que apenas tienes derecho a tener tu propia alma.
    Considero de justicia que, cuando menos, un hombre que hace su trabajo debe poder aspirar a un cuarto
    privado, donde poder cerrar la puerta y sentirse seguro; donde poder sentarse a leer o contemplar el paisaje
    por la ventana; donde poder entrar y salir si as� lo desea; donde poder guardar algunas de sus pertenencias,
    aparte de lo que carga continuamente a su espalda o en los bolsillos; donde poder colgar la imagen de su
    madre, de sus hermanas, amantes, bailarinas, perros o lo que su corazón le reclame... en pocas palabras, un
    lugar en la tierra del que pueda decir: �Esto me pertenece, es mi castillo; el mundo se detiene ante el um-
    bral; aqu� soy el amo y se�or�. Se sentir� como un aut�ntico ciudadano y har� su trabajo mejor.
    Cuando estuve en una de las plantas del hotel de los pobres pude escuchar, fui de cama en cama para mi-
    rar a los que dorm�an. Gran parte de ellos eran hombres jovenes, de veinte a cuarenta a�os. Los ancianos no
    pueden conseguir el dinero necesario para pagar una casa de reposo. Est�n obligados a acudir a los alber-
    gues p�blicos. Observ� a aquella multitud de jóvenes y me di cuenta de que no ten�an mala apariencia. Sus
    rostros estaban hechos para ser besados por los labios de una mujer y sus cuellos esperaban su abrazo. Eran
    dignos de ser amados, como el resto de los hombres. Eran capaces de amar. La caricia de una mujer redime
    y enternece, y ellos necesitaban redención y ternura en lugar de tanta tosquedad. Me pregunt� dónde estar�-
    an esas mujeres, y al tiempo escuch� la risa embriagada de una prostituta. Leman Street, Waterloo Road,
    Piccadilly, The Strand, esa era la respuesta, y as� supe dónde estaban.
    CAP�TULO XXI
    LA PRECARIEDAD DE LA VIDA
    �En qu� trabaja? Parece enfermo.
    Son mis pulmones. Estoy en una f�brica de �cido sulf�rico. �Maneja usted tortas salinas?
    S�.
    �Es un trabajo duro?
    Es un jodido trabajo duro.
    �Por qu� trabaja en este oficio de esclavos?
    Estoy cansado. Tengo hijos. �Voy a dejar que se mueran de hambre?
    �Pero por qu� ha elegido esto?
    Estoy cansado. Hay un montón de gente sin trabajo en St. Helen's.
    De entrevistas con trabajadores hechas por ROBERT BLANTCHFORD
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    En cierta ocasión estuve hablando con un hombre muy vengativo. Tal y como �l opinaba, su mujer y la
    ley le hab�an traicionado. El merecimiento del castigo y la �tica son aqu� poco importantes. El inter�s de la
    cuestión radica en que ella hab�a obtenido la separación y �l ten�a la obligación de pagarle diez chelines [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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