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    los sauces, donde los r�os se encuentran. Dos r�os hasta que llegó el d�a.
    Porque llegó. Al fin llegó el d�a que tanto temió Andrea desde el principio y, cuando
    lo hizo, vio hacerse de noche el mediod�a, como alguna vez hab�a le�do en los cuentos
    coloreados de hadas yertas y brujas perversas. Carmen dijo que los ni�os crec�an y cada vez
    la necesitaban m�s, y que en su trabajo se estaban empezando a mover las cosas,
    amenazaban los ceses y se anunciaban dimisiones. Y que cre�a que segu�a queriendo a Joan,
    su marido. No le hizo falta o�r nada m�s. Cuando Carmen a�adió que llamaban por otra
    l�nea y que si le era posible volver�a a hablar con ella m�s tarde, en el tel�fono se quedó
    pegada su boca derramando un hilo de saliva boba que resbalaba, sin que lo notase.
    Es imposible describir la soledad; para conocer su peso hay que entrar en ella como se
    adentra un ni�o en la casa del terror del parque de atracciones. Es grande, es negra, es alta,
    es honda. Y no deja que mires afuera porque no hay nada detr�s. Cuanto m�s se avanza por
    las tortuosas callejuelas de la soledad, m�s artr�tico es el laberinto que queda por recorrer. Y
    ni el miedo es un sentimiento m�s poderoso. La soledad desnuda de sensaciones la mente;
    en su ambición sólo encuentra sitio para ella.
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    Mientras se siente la soledad es indiferente que los �rboles agiten sus hojas, que los
    ni�os tropiecen y se raspen las rodillas o que el cielo se nuble por un momento. Las madres
    que lloran en los abismos de �frica por sus hijos muertos de hambre son sólo un paisaje. La
    soledad arrastra en su vuelo torpe a los buitres del ego�smo, de la indiferencia y del deseo
    de morir. Sólo la rabia del desamor es m�s fuerte que la soledad, como sólo el destierro es
    m�s doloroso que el silencio.
    Andrea sintió lo que cre�a que era la p�rdida de Carmen como una mutilación, o m�s
    a�n, como una ejecución injusta, un error judicial, un chasquido que quebró el orden lógico
    del razonamiento. No lo dijo, Carmen aseguró despu�s que no lo dijo, pero al o�r el tono
    helado de su voz Andrea pensó que no se volver�an a ver. Y tambi�n que, sin ella, no le
    quedaba nada para ponerse, que se hab�a incendiado su armario. En la repisa de cristal del
    cuarto de ba�o estaba mediado el frasco olvidado de tranquilizantes de diazepam que
    alguna vez tomaba con whisky cuando le era imposible conciliar el sue�o y decidió que lo
    mejor era tomar un par de c�psulas para relajarse y brindar a la salud de lo que a Carmen le
    quedaba por vivir. Al otro lado de la ventana la ma�ana de marzo estaba nublada, un ni�o
    lloraba abajo, en mitad de la acera, porque se acababa de caer y le sangraban las rodillas, y
    los �rboles de la calle agitaban sus hojas para saludar la brisa h�meda de marzo. Y del grifo
    sal�a fresca el agua que empujar�a las pastillas por su garganta, como troncos indefensos en
    ca�da libre por la mayor catarata del Iguaz�. No lo pensó; tampoco hab�a nada que pensar:
    la soledad borra los ojos y sólo deja pasar sombras de sirenas violadas, de ondinas
    moribundas, de n�yades putrefactas, de ninfas muertas. Bebió un gran sorbo del agua con
    barquitos, miró una vez m�s por la ventana y aplicó el o�do a los rumores lejanos, por si
    pod�a o�r el motor del ascensor. Y en el silencio que la her�a mortalmente escribió el
    principio de una carta que nunca dejó leer a nadie.
    "Siempre cre� que nuestra relación se disolver�a en cuanto te hartases de este cuerpo
    que no tiene nada que ofrecer, salvo quiz� el d�bil embrujo de la novedad. Un cuerpo
    redondo, sin exageraciones, de piel fr�a y pezones demasiado oscuros para la palidez de mi
    cara azul surcada por estas venillas que t� llamas hilos de berenjena. Sólo t� tienes la sangre
    ardiente de la princesa que quise ser en la adolescencia. Adem�s, siempre repet�as que te
    gustaban los hombres y yo tengo el pelo corto, los ojos rotos y los labios hambrientos, pero
    no soy un hombre. En este momento me gustar�a, por primera vez, haberlo sido para
    haberte podido conservar. Pens� que te hartar�as de m� despu�s de unos d�as, acaso un mes,
    y por eso, desde que te conoc�, he vivido esta relación de un modo provisional, convencida
    de que un d�a u otro iba a terminar. Pero estaba equivocada, no estaba preparada para el
    final. S� que nunca podr� volver a querer de esta manera. Por eso, el final es el final, de
    verdad. Prefiero pensar que no llegu� a entender que no estabas conmigo por lo que era sino
    por lo que te pod�a dar, por el placer que te hac�a sentir. Yo, que hubiese dedicado mi vida
    sólo a eso, a amarte, a hacerte gozar aunque t� no me correspondieses... Perdona, estoy
    demasiado cansada... Estoy..."
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    Andrea se lo explicó despu�s: "El cielo es blanco, Carmen, no dejes que te enga�en. Es
    blanco como el plató que un d�a constru� con Joan, tu marido, y todo es muy luminoso,
    resplandeciente. Dicen que tenemos un �ngel que cuida de nosotros y es verdad. Nunca fui
    muy religiosa, lo sabes, pero ahora creo que existe algo parecido a Dios y que un �ngel nos
    acompa�a siempre y nos dice lo que tenemos que hacer. A veces no nos lo dice porque
    quiere que podamos decidir y prefiere ver cu�les son nuestras decisiones para despu�s
    consolarnos si no son las adecuadas, pero hay un �ngel que nos ense�a a aprender de todo
    cuanto nos sucede, porque de todo podemos aprender. El m�o es mujer, tiene los cabellos
    muy negros, los labios gruesos, la piel morena y se llama F�tima. Una hermosa melena
    rizada de azabache baila acariciando su cara aunque no haga aire. Y sus ojos son brillantes, [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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