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    la bestia del Apocalipsis.
    Parte XV
    SECRETOS DE LA ARENA
    Sucede algo extra�o desde que estalló el mot�n. El reloj de arena y la
    clepsidra marcan dos tiempos desiguales que no puedo concertar en las dos
    ampolletas y en el tubo del hidrante. Diez ampolletas de arena son cinco
    horas. Las que a seis leguas por hora equivalen a treinta millas. El hidrante
    marca treinta y cinco. Seg�n la cuenta de Alfragano, el astrónomo de los
    Abasidas, habr�an sido 57 millas y dos tercios. No me gu�o yo por la milla
    �rabe sino por la italiana. En el cuaderno de bit�cora llevo anotadas 43
    leguas. El maestre Juan de la Cosa me mira con ojos torvos.
    De todos modos, vamos adelantados un d�a en la cuenta del calendario
    en la marcha real de la navegación. No deben de faltar m�s de 70 leguas, de
    las 750 que me indicó el Piloto. Tuvimos que remediar en la Isla de Hierro
    el gobernario de La Pinta y cambiar sus velas latinas por otras redondas m�s
    cogedoras del viento. Al pasar por la isla de Tenerife, la cumbre nevada del
    Teide nos saludó con una salva de fuego que alumbró todo el cielo con
    fuegos de artificio de los m�s naturales, nacidos de su propia entra�a. Cre�
    ver en este fuego un vaticinio favorable. Anticipo inmenso y agorero de la
    candela lejana. Los p�jaros que cruzaban esta corona de fuego llevaban los
    picos encendidos como ascuas.
    De esta suerte, si los tres d�as se cumplen, avistaremos la tierra ignota
    el d�a s�bado 13 de octubre. Dios Nuestro Se�or permitir� que sea una fecha
    gloriosa para la Cristiandad, prevista desde el comienzo de los tiempos. No
    hemos sacrificado a�n el cordero. Esperar no es desesperar. Amo a mi
    paciencia m�s que a m�. Las moscas ganan batallas despu�s de las batallas.
    La arena del globo parece m�s pesada y grumosa, atacada desde
    dentro por su calor masculino. Los gr�nulos se dilatan como co�gulos de
    esperma y pasan por el orificio de una ampolleta a otra con dificultad y
    dolor. En la clepsidra, sin embargo, el fr�o femenino del agua dulce rechaza
    el salobre humor del oc�ano que altera desde afuera su esencia.
    Hay tres clases de fuego: el natural, el innatural y el fuego contra
    natura. El fuego natural es el fuego femenino, que es de todos los fuegos el
    fuego. El fuego innatural es el masculino. El fuego contra natura es el de los
    sodomitas y las lesbianas. Y en un grado menor, al punto de rozar otra vez
    el estado de naturaleza, es el fuego de las doncellas y los efebos cuyos
    cuerpos no saben a�n si quieren ser de hombre o de mujer, aunque al fin
    opten por los dos.
    Esta indecisión de su naturaleza los torna mucho m�s hermosos que
    los m�s hermosos hombres y mujeres bien definidos, hechos y derechos,
    educados para el amor, para el placer y para la procreación. Estos seres
    epicenos, como los �ngeles o las figuras desnudas de los sue�os, no tienen
    sexo. Son inocentes y bellos y terribles. No hay muchacha verdaderamente
    hermosa, constantemente en �xtasis ante su propio cuerpo, que no desee
    poseer un sexo masculino. Lo mismo les ocurre a los efebos. Se aman en el
    otro, en su opuesto; son los contranarcisos. En estas permutaciones que el
    demonio manipula en sus marmitas contra la procreación, la especie humana
    juega su destino a cara y cruz. La �nica manera de tener en cuenta estos
    desv�os es no tenerlos en cuenta y hacer como que no existen.
    El fluir de la arena en el globo superior ha cesado por completo.
    Alg�n gr�nulo m�s gordo que todos los dem�s, ha obstruido el paso hacia
    abajo. Tambi�n las ampolletas del cristal m�s fino tienen sus micciones
    dif�ciles. Mil a�os atr�s, cinco minutos equival�an a 40 onzas de fina arena
    del desierto de Gobi. Hoy, una hora de sol es igual a 490 onzas de arena de
    las costas de Guinea, filtradas al tamiz como el oro, o sea 22.360 �tomos,
    cuya suma da 13, mi n�mero favorito. Es tambi�n el n�mero de Marco Polo,
    el primero en descubrir el reino del Gran Khan y la c�bala num�rica, seg�n
    lo cuenta en su libro Las cosas maravillosas... Antes sab�a yo de cu�ntos
    �tomos estaba compuesto el cuerpo humano, incluidas las u�as y las partes
    pilosas. Lo he olvidado por completo. Se envejece.
    Hay ciertas cosas que le atrasan a uno. He cargado en el reloj arena
    fina del Guadalquivir, y que el Se�or me lo tome en cuenta. Es bueno llevar
    part�culas de arena, mol�culas de agua de la tierra que nos es grata y
    propicia. Act�an despu�s como peque�os imanes que ayudan a tirar de los
    nav�os en el tornaviaje, si �ste llega a producirse.
    La arena me trae a la memoria uno de mis sue�os m�s constantes de
    ni�o. De pronto, dormido en una suerte de duermevela o de vigilia en
    sue�os, ve�a aparecer una gran luminosidad coloreada con los siete colores
    del espectro. En medio de ella me encontraba en un inmenso arenal. Dunas
    de oro puro que se mov�an en una extensión ilimitada. En ese desierto sin
    fin me ve�a sentado en una peque�a silla de oro, tal el Ni�o Jes�s de los
    villancicos de la aldea natal. Me invad�a una inmensa felicidad. Cerraba los
    ojos y ve�a en torno a mi frente, a mis rojizos cabellos, encenderse la aureola
    del Ni�o Dios. Puedo, me dec�a, estar en su lugar en el establo de Bel�n, y
    nadie lo notar�a.
    Irrump�a un repentino fogonazo de sol en mi cabeza y empezaba a
    tener alucinaciones de m�stico arrobo contemplando la aureola que
    circundaba la cabeza del Ni�o, como si yo mismo me viera por espejo en
    oscuro en medio de tanto resplandor. Me sent�a disperso en el espacio y en
    el tiempo: un pie en la cumbre de la monta�a de G�nova, el otro en el
    Gólgota, el �nima doble en Bel�n y en Jerusal�n; una mano en las aguas del
    Jord�n, la otra en el mar de Portugal; un ojo en Espa�a, en Castilla, en
    Aragón; el otro en Nervi, en Quinto de Mocónesi de Fontanabuona, en
    Legine di Valcalda, en Cogoleto, Bettola, en Saona, en Calvi y en otros
    poblados cercanos a G�nova; hasta en Córcega y en la aldea ilerdense de
    Santa Fe, donde tambi�n dicen que vi la luz en un kibutz de jud�os con-
    versos, adelantados a su �poca.
    Nunca quise por ello mencionar el lugar de mi nacimiento. Prefer�
    dejar que todas las villas, poblados y puertas de G�nova y aun los de los [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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