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    gritos furiosos hacia las estrellas.
    -Ya se han enterado de que ha muerto Amboola  murmuró Tuthmes, sin poder reprimir un
    estremecimiento.
    3. Tananda cabalga
    El alba encendió los cielos de Meroe con una luz de color carmesí. Los intensos rayos rojizos
    atravesaban el aire brumoso y se reflejaban en las cúpulas de cobre y en las torres de la amurallada
    Ciudad Interior. Los habitantes de Meroe no tardaron en levantarse. En la Ciudad Exterior, mujeres
    negras con cuerpos de estatua se dirigían al mercado con calabazas o con cestos sobre las cabezas,
    mientras que las muchachas charlaban y reían camino de las fuentes de agua. Ni os desnudos jugaban,
    se peleaban y se perseguían unos a otros por las polvorientas callejuelas. En el umbral de sus chozas se
    veían unos negros gigantescos sentados en cuclillas, dedicados a sus oficios o simplemente
    descansando a la sombra.
    En la plaza del mercado, los comerciantes se sentaban bajo unos toldos rayados, detrás de sus
    mercancías que consistían en cacharros, en frutas y verduras diversas u otros productos. Gentes de
    color regateaban el precio de las legumbres, de los plátanos y de los objetos de bronce en un parloteo
    interminable. Los herreros trabajaban delante de unos peque os fogones y golpeaban con martillos las
    azadas, las cuchillas y las puntas de lanza. El cálido sol lo iluminaba todo: el sudor, la alegría, la ira, la
    desnudez, la fuerza, la miseria y el vigor que caracterizaban a los negros de Kush.
    De repente el ambiente se transformó. Se oyó el retumbar de cascos, y un grupo de jinetes cruzó la
    plaza a caballo en dirección a la gran puerta de la Ciudad Interior. Eran media docena de hombres y
    una mujer, que dominaba el grupo.
    La piel de la desconocida era de color oscuro y su cabello era una mata negra y espesa recogida con una
    cinta dorada. Además de las sandalias y de unas placas de oro incrustado en piedras preciosas que
    cubrían en parte sus exuberantes senos, su único atuendo era una corta falda de seda sujeta a la cintura.
    Sus facciones eran agradables y sus ojos, audaces y chispeantes, evidenciaban una gran seguridad en
    sí misma. Conducía su esbelto caballo kushita con la misma seguridad, mediante unas anchas riendas
    de cuero de color escarlata. Sus pies se apoyaban en unos estribos de plata. Llevaba un arco y, cruzada
    sobre su silla de montar, una peque a gacela que había cazado. Un par de esbeltos perros de caza
    trotaban a poca distancia del caballo.
    Cuando la mujer cruzó la plaza, el trabajo, las conversaciones y los ruidos cesaron por completo. Los
    oscuros rostros de las gentes adquirieron una expresión hosca y sus ojos lanzaron destellos rojos. Los
    negros volvían la cabeza para hablarse unos a otros en voz baja, y el murmullo se convirtió en un
    rumor audible y siniestro.
    El joven que cabalgaba al lado de la mujer mostró se ales de inquietud. Lanzó una mirada hacia la
    sinuosa callejuela que debía recorrer hasta llegar a la enorme puerta de bronce, y al ver que todavía no
    estaba a la vista, susurró:
    -La gente está excitada, Majestad. Ha sido una locura salir a caballo por la Ciudad Exterior en un día
    como hoy. -¡Ni todos los perros negros de Kush juntos podrán impedir que yo vaya de caza! -dijo la
    mujer-. Si ves alguna se al de amenaza, arróllalos con el caballo.
    -Eso es más fácil de decir que de hacer -murmuró el acompa ante observando a la silenciosa
    multitud-. Están saliendo de sus casas y se amontonan a lo largo de la calle. ¡Mirad ahí, Majestad!
    Habían llegado a un ensanchamiento de la mísera plaza en la que el número de negros era realmente
    impresionante. A un lado de esta plaza se alzaba un edificio con paredes hechas de adobe y de troncos
    de palmeras, más alta que las casas vecinas; en la puerta había un montón de calaveras. Era el templo
    del dios Jullah, al que la casta dominante llamaba desde osamente la Casa del Demonio. Los negros
    veneraban a Jullah en oposición a Set, el dios-serpiente de sus gobernantes y de los antepasados de
    éstos: los estigios La negra turbamulta siguió amontonándose en la plaza, observando con gesto
    hosco el paso de los jinetes. Había algo amenazador en su actitud. La reina Tananda sintió por vez
    primera un estremecimiento y un cierto nerviosismo, y no se había dado cuenta de la llegada del jinete
    que se acercaba por la calle lateral. Este hombre hubiera llamado su atención en circunstancias
    normales, pues su piel no era negra ni cobriza. Era un hombre blanco, cuyo enorme cuerpo iba
    protegido con un casco y una cota de malla. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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