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    uno segundos contemplando la puerta abierta hacia
    el jardín. La luna  dura luchaba con los jirones y
    andrajos de nubes tempestuosas. Y Valentin la consi-
    deraba con una emoción anhelosa poco habitual en
    naturalezas tan científicas como la suya. Acaso estas
    naturalezas poseen el don psíquico de prever los más
    tremendos trances de su existencia. Pero pronto se
    recobró de aquella vaga inconsciencia, recordando que
    había llegado con retraso y que sus huéspedes le es-
    tarían esperando. Al entrar en el salón, se dio cuenta
    al instante de que, por lo menos, su huésped de ho-
    nor aún no había llegado. Distinguió a las otras figu-
    ras importantes de su pequeña sociedad: a lord
    Galloway, el embajador inglés  un viejo colérico con
    una cara roja como amapola, que llevaba la banda
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    azul de la Jarretera ; a lady Galloway, sutil como una
    hebra de hilo, con los cabellos argentados y la expre-
    sión sensitiva y superior. Vio también a su hija, lady
    Margaret Graham, pálida y preciosa muchacha, con
    cara de hada y cabellos color de cobre. Vio a la duque-
    sa de Mont Saint-Michel, de ojos negros, opulenta, con
    sus dos hijas, también opulentas y ojinegras. Vio al
    doctor Simon tipo del científico francés, con sus ga-
    fas, su barbilla oscura, la frente partida por aquellas
    arrugas paralelas que son el castigo de los hombres
    de ceño altanero, puesto que proceden de mucho le-
    vantar las cejas. Vio al padre Brown, de Cobhole, en
    Essex, a quien había conocido en Inglaterra reciente-
    mente. Vio, tal vez con mayor interés que a todos los
    otros, a un hombre alto, con uniforme, que acababa
    de inclinarse ante los Galloway, sin que éstos contes-
    taran a su saludo muy calurosamente, y que a la sa-
    zón se adelantaba al encuentro de su huésped para
    presentarle sus cortesías. Era el comandante O Brien,
    de la Legión francesa extranjera; tenía un aspecto en-
    tre delicado y fanfarrón, iba todo afeitado, el cabello
    oscuro, los ojos azules; y, como parecía propio en un
    oficial de aquel famoso regimiento de los victoriosos
    fracasos y los afortunados suicidios, su aire era a la
    vez atrevido y melancólico. Era, por nacimiento, un
    caballero irlandés, y, en su infancia, había conocido a
    los Galloway, y especialmente a Margaret Graham.
    Había abandonado su patria dejando algunas deudas,
    y ahora daba a entender su absoluta emancipación de
    la etiqueta inglesa presentándose de uniforme, espa-
    da al cinto y espuelas calzadas. Cuando saludó a la
    familia del embajador, lord y lady Galloway le contes-
    taron con rigidez y lady Margaret miró a otra parte.
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    Pero si las visitas tenían razones para considerar-
    se entre sí con un interés especial, su distinguido hués-
    ped no estaba especialmente interesado en ninguna
    de ellas. Por lo menos, ninguna de ellas era a sus ojos
    el convidado de la noche. Valentin esperaba, por cier-
    tos motivos, la llegada de un hombre de fama mun-
    dial, cuya amistad se había ganado durante sus victo-
    riosas campañas policíacas en los Estados Unidos.
    Esperaba a Julius K. Brayne, el multimillonario cuyas
    colosales y aplastantes generosidades para favorecer
    la propaganda de las religiones no reconocidas ha-
    bían dado motivo a tantas y tan felices burlas, y a
    tantas solemnes y todavía más fáciles felicitaciones
    por parte de la prensa americana y británica. Nadie
    podía estar seguro de si Mr. Brayne era un ateo, un
    mormón o un partidario de la ciencia cristiana; pero
    él siempre estaba dispuesto a llenar de oro todos los
    vasos intelectuales, siempre que fueran vasos hasta
    hoy no probados. Una de sus manías era esperar la
    aparición del Shakespeare americano (cosa de más
    paciencia que el oficio de pescar). Admiraba a Walt
    Whitman, pero opinaba que Luke P. Taner, de París
    (Philadelphia) era mucho más «progresista» que
    Whitman. Le gustaba todo lo que le parecía «progre-
    sista». Y Valentin le parecía «progresista», con lo cual
    le hacía una grande injusticia.
    La deslumbrante aparición de Julius K. Brayne fue
    como un toque de campana que diera la señal de la
    cena. Tenía una notable cualidad, de que podemos [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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