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    central y marginal, superficie y profundidad. Este pensamiento metafísico, como ya dije, no puede
    eludirse sin más ni más: no podemos lanzarnos por encima de este hábito del pensamiento binario
    para llegar a un terreno ultrametafísico. Empero, mediante cierta forma de trabajar sobre los textos
      literaria o bien "filosófica"- puede empezar a deshacerse de esas oposiciones, y a demostrar
    cómo un término de la antítesis queda secretamente inherente en el otro. Por lo general el
    estructuralismo se sentía satisfecho cuando podía convertir un texto en oposiciones binarias
    (alto/bajo, claro/oscuro, naturaleza/cultura, etc.), y exponer la lógica de su funcionamiento. La
    desconstrucción intenta poner de manifiesto cómo esas oposiciones, a fin de conservar su sitio, a
    veces caen en la trampa de trastocarse o de desplomarse, o necesitan desterrar a lo marginal del
    texto ciertas molestas fruslerías que bien pueden regresar para seguir molestando. La costumbre
    típica de Derrida en materia de lectura consiste en tomar algún fragmento del texto aparentemente
    periférico  una nota al calce, un término o una imagen recurrentes pero de poca importancia- y
    trabajar tenazmente hasta llegar al punto donde amenaza con desmantelar las oposiciones que
    rigen el texto considerado como un todo. Es decir, que la táctica de la crítica desconstructiva
    consiste en hacer ver cómo los textos acaban por poner en aprietos sus propios sistemas de lógica.
    La desconstrucción pone esto de manifiesto aferrándose a los puntos "sintomáticos", a las aporías o
    callejones sin salida del significado, donde los textos se meten en dificultades, se desarticulan y
    están a punto de contradecirse a sí mismos.
    No se trata exclusivamente de una observación empírica sobre ciertas maneras de escribir:
    es una proposición universal sobre la naturaleza de la escritura misma. Si la teoría de la
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    Terry Eagleton  Una introducción a la teoría literaria
    significación con la cual di principio a este capítulo tiene alguna validez, entonces hay algo en el
    hecho mismo de escribir que en fin de cuentas se libra de toda lógica y de todos los sistemas. El
    significado fluctúa continuamente, se derrama, se atenúa  lo que Derrida llama "diseminación"-,
    lo cual no cabe fácilmente dentro de las categorías de la estructura del texto, o dentro de las
    categorías de un enfoque crítico convencional. El escribir, como cualquier otro proceso del
    lenguaje, opera recurriendo a la diferencia, pero debe recordarse que la diferencia no es un concepto
    en sí misma, no es algo que pueda pensarse. Un texto puede "mostrarnos" algo sobre la naturaleza
    del significado y de la significación que no puede formular como proposición. Según Derrida, todo
    lenguaje despliega este "excedente" que se halla encima del significado exacto, y amenaza siempre
    con extralimitarse e ir más allá del significado que se propone encerrar. Es en el discurso "literario"
    donde esto resulta más evidente, pero también se presenta en cualquier otro tipo de escritura. La
    desconstrucción rechaza  como cualquier otra distinción absoluta la oposición literario/no
    literario. Entonces, la aparición del concepto de escribir encierra un reto a la idea misma de
    estructura. La estructura siempre supone la existencia de un centro, de un principio fijo, de una
    jerarquía de significados y de una base firme, ideas que ponen en tela de juicio el interminable
    diferenciar y posponer que se observan en el acto de escribir. Dicho en otra forma, hemos pasado
    de la era del estructuralismo al reino del postestructuralismo, un estilo de pensamiento que abarca
    las operaciones desconstructivas de Derrida, la obra del historiador francés Michel Foucault, los
    escritos del psicoanalista francés Jacques Lacan y de Julia Kristeva (filósofa y crítica feminista). En
    este libro no he discutido explícitamente la obra de Foucault, pero como su influencia es
    omnipresente, hubiera sido imposible sin ella la conclusión a la que llego.
    Una forma de hacer una gráfica de ese desarrollo podría consistir en una rápida mirada a la
    obra del crítico francés Roland Barthes. En sus primeros trabajos, tales como Mythologies (1957), Sur
    Racine (1963), Elements of Semiology (1964) y Système de la mode (1967), Barthes es un estructuralista
    conservador, analiza el significado de sistemas relacionados con la moda, el strip tease, la tragedia
    raciniana y el bisté con papas fritas, todo ello con brío y naturalidad. En un importante ensayo
    publicado en 1966, "Introduction to the Structural Analysis of Narrative", sigue la modalidad de
    Jakobson y de Lévi-Strauss, y divide la estructura narrativa en unidades distintas, funciones e
    "índices" (indicadores de la psicología del carácter, del "ambiente", etc ). Aun cuando esas unidades
    formen una secuencia en el relato propiamente dicho, la tarea del crítico consiste en subsumirlas en
    un marco atemporal de explicación. Aun en esta etapa relativamente reciente, el estructuralismo de
    Barthes aparece templado por otras teorías -atisbos fenomenológicos en Michelet par lui même
    (1954), de psicoanálisis en Sur Racine- y determinado, ante todo, por su estilo literario. El estilo de
    la prosa de Barthes  chic, juguetón, neologístico- representa una especie de "exceso" en el escribir
    por encima del rigorismo de la investigación estructuralista: es una zona de la libertad donde
    puede juguetear parcialmente liberado de la tiranía del significado. Su libro Sade, Fourier, Loyola
    (1971) es una combinación interesante del antiguo estructuralismo y del juego erótico posterior, y
    ve en los escritos de Sade una permutación sistemática incesante de situaciones eróticas.
    De principio a fin el lenguaje es el tema que estudia Barthes, en particular el atisbo de
    Saussure acerca de que el signo es siempre un convencionalismo histórico y cultural. Para Barthes,
    signo "saludable" es el que llama la atención sobre su propia arbitrariedad, que no quiere hacerse
    pasar por "natural" sino que, en el preciso momento de transmitir un significado, comunica
    también algo de su propia condición relativa, artificial. Detrás de este criterio existe un impulso
    político: los signos que se presentan como naturales, que se ofrecen como la única manera
    concebible de ver el mundo son por eso mismo autoritarios e ideológicos. Una de las funciones de
    la ideología consiste en  naturalizar la realidad social, hacerla aparecer tan inocente e invariable
    como la Naturaleza misma. La ideología busca convertir la cultura en Naturaleza, y el signo
    "natural" es una de sus armas. Saludar la bandera o estar de acuerdo en que la democracia
    occidental representa el verdadero significado del término "libertad", se convierten en las
    respuestas más obvias y espontáneas que pueda uno imaginar. En este sentido, la ideología es una
    especie de mitología contemporánea, un campo que se ha purificado de toda ambigüedad, de toda
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